EL CIMIENTO DE NUESTRA VIDA
“Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina. Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas ” (Mateo 7: 24-29).
Estas palabras fueron dichas por Jesús al terminar el llamado Sermón del monte, en el cual él describe el Reino de Dios, sus valores y a aquellos que forman parte de este reino. Nos dice que la vida de toda persona tiene un cimiento, y utiliza la ilustración de la roca y de la arena, para describir lo estable o lo inestable que puede ser éste cimiento. ¿Cómo podemos saber sobre qué está puesta nuestra vida? En primer lugar, nos dice que aquélla persona que escucha y obedece la Palabra de Dios tiene un cimiento sólido. Y, en segundo lugar, sólo las personas que tienen un cimiento sólido pueden resistir las pruebas o momentos difíciles que ocurren en la vida de todo hombre, y seguir adelante.
Hace poco más de un año sufrí un accidente de tránsito pasando por los peores momentos por los que haya vivido. Era Agosto de 1998, había culminado la especialidad de Pediatría en el Hospital Edgardo Rebagliati hacía dos meses, y me encontraba trabajando en los Policlínicos Móviles del Seguro Social mientras terminaba mi tesis de Post-grado, para obtener el título de Pediatra. Paty y yo, que hasta entonces éramos enamorados, habíamos esperado este momento para casarnos y como cristianos comprometidos dedicarnos a lo que era nuestro sueño, ser médicos misioneros. Paty había terminado la especialidad de pediatría un año antes, trabajaba en Aló IPSS, un servicio de orientación médica por teléfono del Seguro Social, y en el Hospital de Emergencias Pediátricas. Nos encontrábamos averiguando como incorporarnos a Médicos sin Fronteras.
La noche del 31 de Agosto fui al velorio de la mamá de una amiga de la universidad. Al salir y debido a lo tarde que se había hecho acompañé a una amiga a su paradero para tomar la combi que la llevara a su casa. Estando a unos metros de la esquina del paradero me adelanté para ver si venía su micro y de pronto, en cuestión de segundos, vi dos luces intensas que se venían encima de mí. Desperté tendido en la pista sobre los fierros del quiosco contra el cual fui impactado, confuso, sin saber exactamente lo que había ocurrido, con un dolor intenso en el cuello. No sentía mi cuerpo desde el cuello hasta los pies y me era difícil respirar. En ese momento, y aunque me costó aceptarlo, sospeché lo que tenía. Luego me contaron que una combi que venía a alta velocidad había salido disparada hacia la vereda en que nos encontrábamos luego de impactar con otro carro que venía también a alta velocidad de una calle transversal, atropellando a 5 personas, de las cuales yo fui el más gravemente afectado. Algunas de las personas que se arremolinaron alrededor mío trataron de levantarme jalándome de los brazos y al hacerlo sentía el crujir de los huesos en mi cuello, pero no tenía como decirles que no lo hicieran. Cuando por fin llegaron los bomberos les dije, como pude, que probablemente tenía roto el cuello y me subieron con mucho cuidado a su ambulancia. Partimos rumbo, junto con las otras personas heridas, a la Emergencia del Hospital Rebagliati. Me pareció una eternidad lo que demoró el viaje. Trate de mantener la calma a pesar de no aguantar el dolor y sentir que el aire apenas entraba a los pulmones.
Al arribar al hospital vi a mi familia que entonces había llegado, junto con Paty mi enamorada y traté de tranquilizarlos, de decirles que no pasaba nada. Le pedí a Paty que se fuera a casa, le dije que ya era tarde y que yo me pondría bien. Después supe que ella se quedó conmigo toda la noche, hasta el día siguiente. El jefe de turno en la Emergencia esa noche era un amigo de mi promoción en la Facultad. Por lo confuso que estaba no me acordaba de su nombre por más que intenté recordarlo, solo de su chapa y lo llamé así…”.Sapo! soy Aníbal”. Se sorprendió al verme y procuró que sea atendido lo más rápido posible. Le pedí rogándole que me aliviara el dolor que entonces era insoportable, pero me dijo que no podía hacer nada mientras no se supiera exactamente lo que tenía. Luego de tomarme una Tomografía me diagnosticaron fractura de las vértebras del cuello. La tomografía mostro que la sexta vértebra cervical estaba hecho añicos e invadía en un 50% el canal medular y que la quinta vértebra se había desplazado hacia el canal medular también, ambas presionando contra la médula. Les recuerdo que la médula espinal conduce las órdenes del cerebro para el funcionamiento de todo el cuerpo.
Ingresé a la sala de cuidados intensivos de neurocirugía donde con mucho cuidado me colocaron en una cama especial, y empezaron a rasurarme la cabeza para colocarme una pinza metálica incrustada a ambos lados del cráneo para traccionar el cuello. Fue una sensación angustiante, por decir lo menos, sentir como me perforaban el cráneo, primero a un lado y luego al otro. Producía un ruido ensordecedor y una vibración intensa de toda la cabeza difícil de soportar. Parecía que en cualquier momento el punzón me perforaría el cráneo hasta el otro extremo. No pude entonces mantener más la calma y me puse a llorar por la angustia y el dolor intenso que tenía. Al terminar el procedimiento me dejaron solo. Nunca olvidaré que esa noche uno de los técnicos de enfermería se acercó, me cogió de la mano y me secó las lágrimas que no podía secarme por mí mismo. Luego, poniendo su mano sobre mi cabeza me dijo que no tuviera miedo y que me acompañaría toda esa noche. Fue de lo más tierno, y quizás lo que más necesitaba en ese momento, no sentirme solo. No recuerdo su rostro y hasta ahora no sé de quien se trata, pero quisiera verlo de nuevo y agradecerle por lo que hizo por mí esa noche.
Pasé toda la madrugada con la pinza metálica incrustada en mi cabeza unida a una polea con aproximadamente 15 kilos para estirar el cuello y aminorar el daño a la médula. Al día siguiente fui operado. Camino a la sala de operaciones logré escuchar que uno de mis hermanos me gritó “¡Te quiero mucho!”. Sus palabras me emocionaron mucho, hasta las lágrimas, y me dieron ánimo. En una intervención que duró cerca de 8 horas me retiraron la vértebra fracturada y la reemplazaron por un pedazo de hueso de mi cadera. Colocaron luego una placa y varios clavos para fijar la columna. Al día siguiente el médico me dijo que debido a la magnitud del daño a la médula espinal mi pronóstico era definitivo……. me quedaría cuadripléjico, es decir paralítico, de por vida, y que mi vida no volvería a ser la misma.
– Piense ahora que va a ser de su vida –concluyó- y se retiro de la habitación.
La noticia fue terrible para mí, no podía creer lo que me estaba pasando. En los días siguientes, a la confusión inicial y la angustia siguió el temor y el sufrimiento. Desde el punto de vista médico solo quedaba esperar que pase el estado agudo para iniciar mi rehabilitación sin mayor esperanza de recuperación alguna, ni siquiera mínima.
Tres semanas después y estando a punto de internarme en el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), donde había sido llevado en ambulancia unos días antes para una evaluación y coordinar mi internamiento, empecé a tener dolor al pasar los alimentos, y luego mucha fiebre e intenso malestar general. Los médicos del servicio no le dieron importancia, así que aprovechando que tenía la orden de una radiografía de tórax de control, y la complicidad de una amiga y colega de mi promoción, que entonces era residente de Radiología, logramos que me tomaran una radiografía contrastada de esófago. Sus imágenes confirmaron nuestra sospecha, tenía una imagen que estrechaba la vía aérea en la región de la faringe. Con esta evidencia no les quedo a los médicos, molestos por nuestro atrevimiento, sino pedir una Tomografía Computarizada para confirmar este hallazgo. Esta mostró un absceso, es decir una colección de pus, en la zona de la operación. Me encontraba con una infección generalizada probablemente a partir de este absceso. Ese mismo día se me realiza una segunda intervención quirúrgica para drenar el absceso y se extrae 100 ml de pus. Al día siguiente se observa la salida de saliva y burbujas de aire por la herida operatoria. La pus se había extendido hacia el esófago y luego hacia el exterior a través de la piel. Se había desarrollado una fístula faringo-esofágico-cutánea. Cuando tomaba líquidos o vomitaba éstos se salían por el agujero que tenía en la base del cuello. Se me indican los antibióticos más potentes para combatir la infección generalizada, pero el malestar entonces era tal que me impedía incluso dormir. Al continuar con fiebre, decidieron nuevamente intervenirme quirúrgicamente para retirarme la placa y los clavos, colocarme un tubo en el esófago para aislar la fístula, y un tubo en la tráquea para poder respirar. Fue así que ya no podía hablar, y el tubo en el esófago era una molestia permanente. Pasé varios días y noches con náuseas y vómitos de coágulos de sangre (hemorragia digestiva alta), a lo que se añadieron contracciones y espasmos de casi todos los músculos. La fiebre y la hemorragia digestiva remitieron luego de varios días.
Por cuatro meses no pude ser alimentado por la boca y recibí alimentación por un catéter en una vena de la pierna a través del cual se me administraba soluciones con los diferentes nutrientes que requería. Aún así, bajé cerca de 35 kilos de peso y cada vez era más difícil encontrar una vena en los brazos para recibir los fluidos y antibióticos necesarios. A las semanas, la pierna en la que se encontraba la vena por la que recibía la alimentación se hincho al doble desde el muslo hasta el pie; el catéter se había salido de la vena. No hubo más remedio que retirarlo y continuar con mi alimentación por sonda nasoduodenal, la cual tuvo que ser insertada por medio de una endoscopía.
Mi familia y Paty estuvieron conmigo todos los días y se preocuparon, especialmente mi papá, de que alguien me acompañe por las noches. Reclutó a cuanto amigo me visitaba para completar su “rol de guardias” .Casi nadie se le escapó. Pasé mi cumpleaños, Navidad y la noche de Año Nuevo de ese año internado en el hospital. El día de mi cumpleaños mí habitación fue pequeña para recibir a los amigos que durante todo el día me visitaron aquella vez, fue muy emotivo para mí. La canción de cumpleaños fue cantada casi en silencio y los aplausos fueron con las puntas de los dedos para no hacer mucho ruido para no incomodar a los otros pacientes. Las noches de Navidad y de Año Nuevo mis padres, mis hermanos y Paty se las arreglaron para conseguir suficientes pases de visita y pasarla conmigo toda la noche. En ambas ocasiones pasadas la medianoche nos fuimos a juntarnos a las celebraciones en los diferentes pisos del hospital hasta que me mandaron nuevamente a la cama. A pesar del malestar físico fue un tiempo muy especial.
Lamentaba mucho no poder hablar debido a la traqueostomía y me comunicaba escribiendo en un block pequeño que me compraron con ese propósito. Mi letra a duras penas podía entenderse porque no podía sujetar bien el lapicero por la debilidad de mis manos.
No suficiente con lo que me estaba sucediendo, a las semanas mi estado de salud volvió a empeorar nuevamente, con fiebre, náuseas y vómitos biliosos. A los pocos días me puse amarillo como un pato. ¡Tenía hepatitis viral C! Había sido infectado a través de una de las transfusiones de sangre recibidas antes de las operaciones. Los médicos del servicio hicieron el diagnóstico de Hepatitis Viral C post transfusión sanguínea y me transfirieron a la unidad de Hepatología del servicio de Gastroenterología del hospital. A pesar de lo claro del diagnóstico los neurocirujanos plantearon además el diagnóstico de Osteomielitis vertebral cervical por imágenes radiológicas sospechosas en los cuerpos vertebrales. Me indicaron tratamiento con un antibiótico potente y me dijeron que me operarían luego de la fase aguda de Hepatitis. Habían pasado 4 meses luego del accidente.
Al sufrimiento siguió una depresión profunda y el deseo de morir. No podía resistir más el dolor, el malestar general, el sufrimiento, y perdí el deseo de seguir luchando y vivir. ¡Cuántas veces le pedí a Dios que me llevara a su presencia!
Paty y yo lloramos juntos muchas veces ante cada mala noticia, que parecían no tener fin. Estas difíciles circunstancias sobrepasaron todas nuestras capacidades y nos sentimos completamente impotentes. Hasta antes del accidente yo disfrutaba de una relación muy cercana a Dios, participaba en una comunidad cristiana y compartía de esta experiencia con amigos, en la universidad y con mis compañeros de trabajo en el hospital. Había acabado recién mi especialidad, teníamos planes con Paty para casarnos y trabajar juntos como médicos misioneros, con muchas metas y sueños por delante. Pero lo que estaba pasando no tenía ningún significado ni propósito para mí. Ya no le encontraba sentido a mi vida; fue como que estando a punto de alzar vuelo me cortaran de pronto las alas, y solo deseaba morir. A pesar de estar rodeado de mis seres más queridos me sentía solo y en la más completa oscuridad. Nadie podía, por más que quisiera, comprender lo que estaba sufriendo.
Una mañana muy temprano, mientras la técnica me realizaba el aseo personal de costumbre, le pedí que prendiera la televisión y justo estaban transmitiendo a un coro cristiano que cantaba una canción que a la letra decía:
“En tu presencia pertenezco yo.
En tu presencia, oh Señor mi Dios.
En tu presencia es donde fuerte soy.
Allí buscaré tu gracia Señor, y tu rostro de amor,
en tu presencia oh Dios.
Yo quiero ir donde el agua sane el dolor y en la roca pueda estar.
Yo quiero estar donde el ardiente fuego no me queme,
en tu presencia oh Dios,
Quiero estar donde el maligno no me toque.
Cúbreme con tu sangre Señor.
Yo quiero estar fuera de mentira y maldad, en tu presencia oh Dios.
En tu presencia pertenezco yo.
En tu presencia, oh Señor mi Dios.
En tu presencia es donde fuerte soy.
Allí buscaré tu gracia Señor, y tu rostro de amor,
en tu presencia oh Dios.
Tú eres mi cimiento, confío en ti Señor.
Yo soy tu hijo y siervo.
Tú eres mi fuerza y canción.”
En medio del dolor y la oscuridad en que me encontraba estas palabras me impactaron y me señalaron el camino para encontrar nuevamente la luz y la fe en Jesús que hasta el momento que ocurrió el accidente habían sostenido mi vida: buscar de corazón al Señor. Así lo hice. Deje de enfocarme en mi sufrimiento y trate de aferrarme más que nunca a Dios y a sus promesas. No dependía ya de lo que pudiera sentir, sino de lo que era aún capaz de creer y confiar. Al pasar los días me di cuenta, que a pesar de todo… ¡¡ estaba vivo!! No podía entonces nada menos que pensar que Dios tendría un propósito para mi vida a pesar de lo que me estaba ocurriendo. A partir de entonces Paty y yo encontramos en Jesús un dulce refugio cada vez que por las nuevas y difíciles circunstancias de cada día nos sentimos derribados y desconsolados. Él secó cada vez nuestras lágrimas. Ya no se trataba de lo que la medicina podía hacer por mí sino de lo que Dios podría hacer para encontrar nuevamente un sentido y propósito a nuestras vidas. Esto tenía que ver mucho más que con el estar físicamente sano.
Recuperándome en forma progresiva de la fase aguda de la hepatitis y contra todo pronóstico, empecé a recuperar poco a poco y con mucho esfuerzo cierto movimiento en mis extremidades. Aún recuerdo el primer movimiento que hice cuando pude mover el primer dedo de mi pie izquierdo en forma voluntaria. No podía creerlo y lo hice una y otra vez para darme cuenta que no era una ilusión. Le pedía a la técnica y a mi hermano Levy, que se encontraban a mi lado esa mañana, que lo constataran y se alegraron mucho. Con la ayuda de la terapia física que realizaba todos los días y en forma lenta y progresiva logré ponerme de pie y dar mis primeros pasos luego de cinco meses de hospitalización postrado en cama. La primera vez que pude ponerme de pie, luego de tantos meses de estar postrado en cama, vi todo a mi alrededor tan por debajo de mí que me sentí el hombre más alto del mundo. ¡Para el personal del hospital era un milagro!
Poco a poco fui mejorando de los síntomas de la hepatitis, excepto el marcado cansancio, y me dieron de alta el 11 de Enero de 1999. Aunque podía sostenerme de pie y dar algunos pasos con apoyo me agotaba rápido, por lo que me desplazaba en silla de ruedas. La fístula en la base del cuello aún no terminaba de cicatrizar por lo que debí permanecer todavía con el tubo en el esófago. Este me ocasionaba un dolor y malestar permanente, mayormente cuando comía y tenía que pasar alimentos sólidos. Pasé unas semanas en casa de papá esperando que nos confirmaran en el INR que tenían una cama disponible para mí. Mientras tanto era llevado en ambulancia al servicio de medicina física y rehabilitación del hospital todos los días para recibir terapia física en forma ambulatoria.
Recuerdo que una de esas noches le rogué a Dios llorando que me calmara el dolor que me producía el tubo en el esófago. Se había vuelto insoportable. A la mañana siguiente tenía consulta con el cirujano de cabeza y cuello del hospital que me había estado viendo desde que me pusieron el tubo. Fui y le conté del dolor y la dificultad para comer que me producía. Me dijo que debía continuar todavía unas semanas más porque aún faltaba que la fístula terminara de cicatrizar. Muy apenado me estaba retirando cuando se me ocurrió pedirle que me examinara porque a veces sentía que el tubo se salía de su lugar. Se acercó y me pidió que abriera la boca. Cuando lo vio asomando por mi faringe dijo:
– ¡Este tubo esta casi afuera! – hay que sacártelo. Y ordenó que me llevaran a sala de cirugía para extraerlo.
Yo me quedé atónito por su cambio tan brusco de opinión pero contento de que Dios respondiera a mi oración. Esa mañana regresé del hospital sin el tubo que tanto dolor y molestias me producía, y probé mi primer alimento sin este tubo después de tantos meses. Al inicio tuve temor de que igualmente me doliera pero cuando lo tragué no me dolió nada y le di muchas gracias a Dios.
Un mes después de mi salida del hospital Rebagliati nos confirmaron que había una cama disponible en el INR, y fui internado en el único hospital en el país que tiene un servicio para pacientes con lesión medular, para una rehabilitación intensiva. Confieso que no quería ser hospitalizado otra vez, pero si quería recuperarme no había otro camino. Fue una etapa difícil por todo el esfuerzo que tuve que poner de mi parte para ganar fuerza y movimiento de cada una de mis extremidades. Me sentía mal al verme tendido en la colchoneta tratando con mucho esfuerzo de moverme y hacer los ejercicios requeridos para avanzar sobre lo que ya había logrado. Muchas veces terminaba llorando al salir del gimnasio por la frustración que sentía al no lograr lo que quería a pesar de mi esfuerzo, y por la depresión que aún me embargaba. La rutina de trabajo empezaba a las 7 am cuando nos levantaban para el desayuno y terminaba a las 6 o 7 de la noche cuando nos servían la cena. Luego, no quedaba sino dormir por el cansancio, para recuperar fuerzas y empezar nuevamente temprano el día siguiente.
Encontré allí a personas que con sus gestos de aliento y apoyo me ayudaron mucho, pero también personas que me hicieron sentir un inválido exigiéndome más de lo que podía hacer o con un trato despectivo e impersonal. Poco a poco me fui haciendo amigo de los otros pacientes que como yo tenían lesión medular, pero de diferentes localizaciones y magnitud. Al principio había cierto recelo por el hecho de que yo fuera médico, pero después de mostrarme amigo una y otra vez, se dieron cuenta que, como cada uno de ellos, era un común mortal. Cada uno vivía y afrontaba su drama de manera diferente, como diferentes fueron las circunstancias en que cada uno sufrió el trágico accidente que nos dejara paralíticos Sin embargo, podía comprender su frustración y desesperanza, y siendo uno de ellos, sentir su dolor como el mío propio.
Aproximadamente un mes después de mi ingreso al INR y de intenso trabajo físico la terapista a mi cargo me dijo que ya no iba a usar más la silla de ruedas, y que en su lugar usaría a partir de entonces un andador. La noticia me cayó como un balde agua fría en una noche de invierno, ¡¿cómo iba ahora a desplazarme por todo el hospital sin mi silla de ruedas?! ¡¿Tendría las fuerzas suficientes?! Redargüí insistentemente esta decisión pero no me quedo nada más que acatar la orden y así tuve que hacerlo al día siguiente. Los días que siguieron no fueron nada fáciles por el esfuerzo para caminar y el agotamiento.
Poco a poco logré adquirir mayor resistencia para caminar todo el día con la ayuda del andador. Los días siguientes, más fortalecido, empecé a visitar cada noche, luego de la cena, a mis amigos en sus dormitorios, para animarlos y leerles la Biblia. Al poco tiempo mi compañero de cuarto le entregó su vida al Señor y comenzamos a reunirnos, cada vez en mayor número, por las noches en alguno de los cuartos para conversar, contar las anécdotas y ocurrencias del día, cantar y también para leer la Biblia. Uno de los muchachos era del Norte y tocaba muy bien la guitarra, especialmente música criolla. Le decíamos “el guitarrero” y animaba las reuniones con su música, añadiendo a su repertorio canciones cristianas luego que él le entregara también su vida al Señor.
Fue hermoso y alentador, en medio de nuestro drama, ver como al leer la Biblia buscando juntos a Dios volvimos a encontrar un sentido a nuestras vidas. El Señor nos dio las fuerzas para enfrentar esos momentos tan duros y recobramos la esperanza al darnos cuenta que nuestras vidas no habían acabado con el accidente que nos dejó paralíticos, que podíamos ser realmente felices aunque nos encontráramos físicamente limitados. La gran mayoría de los que nos reuníamos éramos jóvenes, hombres y mujeres, en el esplendor de nuestras vidas. Era una responsabilidad para mí ser de motivación y estímulo para sus vidas, porque yo era entonces el único que podía ponerse de pie y caminar. Puse todo de mi parte.
Luego de cinco meses de internamiento y de un trabajo sin tregua salí de alta del Instituto de Rehabilitación a mediados del mes de Julio de 1999. Un mes antes había reemplazado el andador por dos bastones canadienses y así salí caminando al alta. Me costó mucho esfuerzo también empezar a usar estos bastones pero finalmente lo logré. Salí también con un estabilizador de mi tobillo y pie derecho. Había sido entrenado durante la hospitalización para mi funcionamiento urinario e intestinal y había logrado subir de peso hasta alcanzar los 50 kilos, todo un logro en mis condiciones. Tenía pendiente el tratamiento de la hepatitis viral C y del dolor tipo quemazón que empezó pocos días después del accidente y que con el transcurrir de los meses se había hecho más intenso y generalizado a casi todo el cuerpo.
Al poco tiempo de salir de alta decidí viajar a Moyobamba solo. Allí tenía amigos de la asociación médica cristiana San Lucas que trabaja con comunidades nativas en aspectos de desarrollo integral, incluyendo salud. Quería sentirme nuevamente vivo y necesitaba este viaje para reafirmarlo. Lo hice a pesar de la negativa y preocupación de mis padres y de mi enamorada. Siempre me gusto mucho viajar y no podía dejar que el accidente que sufrí y sus consecuencias se convirtieran en una sombra sobre mi vida. Este viaje fue toda una aventura desde mi partida hasta mi retorno. En Moyobamba no podían creer que hubiera viajado solo y que estuviera allí después de lo que me había pasado. ¡Estas loco Aníbal! me dijeron mas de una vez, por supuesto con mucho cariño y finalmente contentos de que compartiera con ellos estos momentos tan importantes de mi vida. Estando allá la secretaria de la asociación me comunicó por teléfono con un colega pediatra y amigo que trabaja en Rioja, amigo de ella también, y con quién hicimos juntos la residencia de pediatría en el hospital Rebagliati. Al llamarle ella le dijo: “¿A qué no adivinas quién esta aquí?” Lo pregunto ello porque él me visitó los primeros momentos del accidente y a su retorno les dijo que nunca me recuperaría. Primero se quedó mudo de la sorpresa y después se alegró.
Me encuentro ahora otra vez en casa de mis padres y continúo con terapia de rehabilitación en forma ambulatoria. Camino como un niño de 1 año, todavía con la ayuda de los bastones, y estoy empezando a hacer sólo la mayoría de mis actividades, aún con dificultad. Aún no recupero la sensibilidad en mi cuerpo desde la mitad del tórax a los pies y continúo con dolor fuerte, tipo quemazón, permanente, en espalda, brazos y piernas como consecuencia de la lesión medular, además de debilidad y rigidez de todos mis músculos. Aún tengo problemas para la micción y la función intestinal. Tengo hepatitis crónica por la infección con el virus de hepatitis C y hace poco he empezado el tratamiento por la generosidad de un amigo de mi promoción de la Facultad que es gastroenterólogo y que desde Estados Unidos, donde vive, me envía las medicinas cada mes. Los médicos del servicio de Gastroenterología del hospital se negaron por razones administrativas a darme las medicinas para este tratamiento. Su negativa y el trato que me dieron me hicieron sentir muy mal. La primera noche que Paty me aplicó la inyección de Interferón fue terrible, tuve fiebre alta, náuseas, vómitos, dolor de cabeza y de todo el cuerpo. Estos síntomas se han repetido cada vez que me pongo esta inyección, tres veces por semana pero debo completarlo por un año si deseo alcanzar mi curación. Las posibilidades de erradicar la infección viral con este tratamiento son solo del 30 al 40%, además su más importante efecto adverso es debilidad muscular, pero aún así debo intentarlo para disminuir o eliminar la posibilidad de cirrosis o cáncer hepático que acarrea la infección crónica con este virus.
Hace poco he empezado nuevamente a trabajar, sólo algunos días a la semana, en un Centro para niños desnutridos en una zona periférica y pobre de la ciudad, y en un centro médico particular cuando me lo solicitan. Algunos de los padres cuyos niños atendía en forma particular antes del accidente han vuelto a llamarme para atender a sus hijos luego que se enteraran que yo estaba mejor. Me animó mucho la confianza que aún tenían en mí. Aunque todo esto me demanda mucho esfuerzo, me anima el poder sentirme nuevamente útil.
Dios me devolvió la esperanza y cada día me da las fuerzas para seguir peleando esta batalla. Quisiera que todo esto pasara ya, como al despertar luego de una pesadilla, y volver a caminar, correr, jugar fútbol, pasear en el campo, viajar, volver a trabajar como antes, pero debo ser paciente y estoy aprendiendo a serlo. Estoy aprendiendo también a confiar y a esperar lo mejor de Jesús, mi salvador, aunque quizás no alcance mi total recuperación y aún así seguir confiando. No es fácil. Hay un tiempo para todo en la vida y sé que Dios tiene para mi tiempos mejores.
He aprendido que la adversidad y el dolor nos hacen más fuertes o nos destruyen, y eso depende de la actitud con que los encaramos Vivir con enfermedad y dolor crónico no es de ninguna manera fácil y no fue mi elección. En cuestión de segundos o de minutos aquella noche del 31 de Agosto de 1998 cambio drásticamente el rumbo de mi vida sin que yo pudiera haber hecho algo para evitarlo, quizás sí, no lo sé. Pero algo que sí puedo hacer es elegir la actitud con que enfrento ahora la vida. La actitud de creer que sí puedo salir adelante, de confiar en Dios dejando mi vida en sus manos creyendo que Él desea lo mejor para mí cada día de mi vida, a pesar de que las circunstancias muchas veces pretendan hacerme creer lo contrario, o la actitud negativa de frustración, resentimiento y depresión que solo me conduciría a la muerte en vida, a una vida indigna y sin propósito. No se ha tratado de tomar esta decisión una sola vez, he tenido que reafirmarla cada día desde entonces.
Aprendí también que la invalidez del alma es peor que la invalidez física; que el temor, la angustia, la depresión, la frustración, el resentimiento o el orgullo nos atan y nos impiden tener paz con nosotros mismos y ser libres para una relación auténtica, humilde y sincera con nuestro prójimo y con Dios. Pude conocer en experiencia propia que los verdaderos amigos son aquellos que permanecen contigo en los momentos de adversidad y no solo en los momentos en que todo esta bien. Me di cuenta también que toda mi vida estuve corriendo y que era tiempo de caminar más lento.
El amor de Jesús, el de Paty, mi familia y mis amigos me levantó de la postración en que me encontraba. Jesús es el cimiento de mi vida y me mantiene firme en la lucha diaria contra la invalidez y la depresión. Me ha sido dada la oportunidad de seguir vivo y no voy a desaprovecharla, así que estoy empezando de nuevo. Aún no llegó a entender el propósito de Dios en mi vida con relación a este accidente, pero sé que al final será para bien tal como la Biblia afirma: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien,…” (Romanos 8:28). La vida es, como dice la madre Teresa de Calcuta, una oportunidad, un regalo, un desafío, un deber, una permanente promesa, una aventura, y vale la pena luchar por ella.
Para muchos es un milagro que yo pueda caminar pero también lo ha sido el apreciar como nunca antes la vida, con todas sus posibilidades a pesar de las limitaciones. Apreciar también lo grande del amor de Paty, el de mis padres y hermanos, el afecto y la solidaridad de mis amigos, el cuidado de médicos, terapistas, enfermeras y técnicos que en su momento me tuvieron a su cargo. Sin la ayuda de cada uno de ellos no hubiera sido posible levantarme. Mi recuperación demuestra que para Dios nada es imposible, y sólo Él tiene la última palabra.
Paty estuvo a mi lado en todo momento pudiendo haberme dejado por las serias limitaciones de mi condición física y el terrible pronóstico que tenía. Le pedí más de una vez que me dejara porque pensé que sería una carga para su vida. Sin embargo, ella decidió continuar conmigo y pasar juntos este valle de sombra de muerte. Ella nos mostró con su vida, a mí y a todos los que estuvieron con nosotros, lo que es amar, amar tal como lo enseñó Jesús: “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13).
Decididos a seguir viviendo y continuar juntos con nuestros planes, formalizamos nuestra relación el 7 de agosto de 1999 al pedir su mano (¡y a toda ella!) a su madre. Ella nos apoyó en todo momento a pesar de lo que todo esto significaba para su hija. Sabía a lo que se enfrentaba Paty y que no iba a ser fácil. Ella le dijo: “Hija, yo quiero lo mejor para ti, y siempre estaré contigo sea cual sea tu decisión”. Empezamos entonces a preparar lo necesario para casarnos. Nuestro amor prevaleció frente a la adversidad y el sufrimiento, así como lo dice la Biblia. “Las muchas aguas no podrán apagar el amor ni lo ahogarán los ríos“(Cantares.8:7). Las muchas aguas no apagaron nuestro amor.
¿Cuál es el cimiento de tu vida? Si no has tenido oportunidad de hacerte esta pregunta antes, sería bueno que lo hagas ahora. Si todo te va bien puede ser que sientas que caminas sobre terreno firme pero en verdad sólo las tormentas de la vida revelarán cuál es tu cimiento. Si la adversidad toca tu vida debes asegurarte que está puesta sobre un cimiento firme, el del amor de Dios y obediencia a su Palabra, que no cambia y permanece para siempre. No esperes pasar momentos difíciles para hacerlo. Puedes arrepentirte y pedirle perdón por todo lo malo que has hecho, reconocer a Jesús como tu Salvador y Señor, y empezar una nueva vida ahora.
“Más los que esperan en Dios
tendrán nuevas fuerzas,
levantarán alas como las águilas,
correrán y no se cansarán,
caminarán y no se fatigarán.”
Isaías 40: 31
Aníbal Del Águila Escobedo
Médico Pediatra adelaguila80@yahoo.com