Nuestra querida compañera  Anabel nos comparte esta linda carta que escribe desde su corazón a sus pacientes. Nos complace compartirla con vosotros.

CARTA A MIS PACIENTES

He decidido escribiros. Me gustaría hablaros personalmente,

pero ahora está vetado hacerlo. ¡Cuántas cosas están ahora prohibidas! Empezamos por no poder tener contacto físico al saludarnos y hemos acabado reduciendo el espacio de la consulta a la pantalla del móvil. Y no en todos los casos es posible hacerlo.

Aún en aquellos afortunados en los que el covid-19 no ha aterrizado en sus vidas, hay tres emociones que sobrevuelan las mentes estos días: el miedo, la vulnerabilidad y la incertidumbre. Son el producto de la inseguridad por la presencia de un enemigo real pero invisible a nuestros ojos; su visibilidad es solo mostrada a través de las personas que están enfermando y de las que se está llevando a su paso.

Con algunos de vosotros ya he tratado el tema del miedo; con otros, forma parte de las tareas pendientes. Recordáis que os hablaba de miedo natural y patológico. El natural es una reacción de supervivencia positiva, porque nos enfrentamos a algo que amenaza nuestra integridad física y/o nuestro bienestar, y necesitamos responder de la mejor manera posible para seguir vivos. En este caso que estamos viviendo ahora, la respuesta no depende tanto de nosotros, pues está determinada por imperativo legal: aislamiento y medidas de higiene.

Pero hay un miedo más profundo, relacionado con el sentimiento de vulnerabilidad y de incertidumbre, que han convivido con nosotros sin darnos apenas cuenta, porque las tapábamos de diversas formas para no enfrentarnos a ellas. La tecnología y algunos pensamientos emanados de la psicología y las filosofías orientales, nos ha hecho creer que tenemos mucho poder interior esperando salir para  controlar nuestro mundo actual, el personal y el que nos rodea; que podemos conseguir lo que deseamos a golpe de “click”; que lo importante es sentirnos bien y dejarnos guiar “donde el corazón nos lleve”…

La realidad se ha impuesto sin avisar: ni la confianza en la tecnología, ni en la medicina avanzada, han podido evitar la propagación mundial del virus. Toca aprender humildad: hemos caído en la cuenta de que el ser humano en el siglo XXI es mucho más limitado de lo que imaginábamos. Y también que es un poco complejo: se ha despertado un sentimiento de solidaridad casi generalizado por el otro, reconociendo el valor de la vida (incluida la de los abuelos) por encima de las economías. Pero ese espíritu de confraternidad convive con el egoísmo de vaciar las estanterías de los supermercados de productos sin pensar en dejar algo para el que viene detrás. La contradicción humana.

Reconozcamos que hemos vivido demasiado centrados en nosotros mismos; es el “yo mi-me-conmigo”: lo importante es abastecerme de todo lo que deseo y convencerme de una vez por todas que no necesito a nadie para esa tarea. Así que, manos a la obra: nos hemos sumergido en una vorágine de actividades sin límite edificando una fachada que nos haga creer que todo lo más importante en nuestra vida está bajo nuestro control. Además, esta fachada aleja a las personas a una distancia considerable, me aleja de los conflictos que me puedan causar y, de esta manera, mantenemos a raya al sufrimiento; por tanto, somos menos vulnerables. El problema es que, para conseguir ese objetivo, también se tienen que mantener a raya las relaciones profundas.

El precio a pagar por unas relaciones superficiales es muy caro: Nuestra vida transcurre con una máscara que llevamos encima y que es como las mascarillas que tantos quebraderos de cabeza están causando en estos días: nos protege del daño exterior, pero, como ellas, también impide que besemos, que impactemos con nuestra sonrisa a los demás. Pienso también en la similitud que hay entre la insistencia con el “lavado de manos” para evitar que entre el virus en nuestros organismos, y la limpieza bienintencioanada que estoy viendo en las redes sociales, en los artículos, de esperar que esta pandemia nos limpie de nuestros egoísmos, de nuestras prioridades mal alineadas, y que reconozcamos las necesidades que tenemos unos de otros. Pero la limpieza exterior nunca quitará lo que está dentro de nosotros, lo mismo que, una vez el coronavirus ha penetrado en el organismo, las medidas a tomar han de actuar desde dentro. Porque el egoísmo, el deseo de control y de poder están dentro, y las leyes pueden limitar su efecto exterior, pero nunca, nunca, podrán erradicarlo.

Ya sabéis que soy respetuosa con los valores y las ideologías de cada uno de vosotr@s, pero permitidme señalaros (una vez más en algún caso) que la solución para la inseguridad que generan el miedo, la vulnerabilidad y la incertidumbre no se puede encontrar en esta dimensión humana. Demandamos, porque lo necesitamos, confiar en alguien que no se contradiga y que nos de seguridad, que cubra la necesidad de absolutos (que “siempre” estará con nosotros, que “nunca” nos dejará…) y que todo eso lo haga porque le importamos, porque en esencia, sea amor; mejor dicho: Amor. Y a ese alguien no le voy a llamar ni Energía, ni la Fuerza del Universo, ni Inteligencia Superior, sino Dios. Es más, le voy a llamar Jesús, que es Dios humanado. De Él nos podemos fiar, nos entiende porque sabe lo que es ver su vida amenazada y sufrir sin culpa alguna hasta el punto de morir, morir por nosotros.

Cuando esta situación de aislamiento acabe, al menos las primeras semanas será difícil que repitamos esa imagen a la que ya estábamos acostumbrados, de personas sentadas en cafeterías o en restaurantes compartiendo una comida, sin interaccionar apenas; cada una con su móvil. Necesitamos la cercanía social. Y decimos que tenemos muchas ganas de abrazarnos cuando nos veamos. Pero esos abrazos de las personas queridas, que ahora tanto deseamos, nos harán sentir bien solo un corto espacio de tiempo, porque no tienen poder para saciar nuestras necesidades más intimas de forma continuada, ni para limpiarnos del egoísmo interior. Esas, solo lo podrá hacer Aquel de quien se dice: “El Dios eterno es tu refugio; por siempre te sostiene entre sus brazos” (Deuteronomio 33:27a) y “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mi” (Salmo 51:10).

Espero que estas reflexiones sean de ánimo y de edificación en vuestras vidas, no solo en este paréntesis tan extraño y difícil de nuestra existencia.

Anabel