Siempre he tenido en enorme estima la lectura de la Biblia. Cuando era niño, mi padre compró una de las primeras ediciones de la traducción Nácar-Colunga y por las tardes se dedicaba a leerla en voz alta en la cocina de casa de tal manera que mi imaginario infantil estuvo poblado de personajes como David, Abraham, Moisés o Salomón, que llegaron antes que los tres mosqueteros o Davy Crockett.
Al final de mi infancia, abandoné la iglesia en la que había nacido y entré en una secta precisamente porque en ella se decía que la enseñanza giraba única y exclusivamente sobre el texto bíblico y que por ello eran “la única religión verdadera”. En la adolescencia, me convertí leyendo el Nuevo Testamento en griego – con lo que dejé la secta con cierta rapidez – y sólo me detuve en un lugar donde me pareció que, aparte de otras virtudes espirituales, tenían la de amar y estudiar concienzudamente la Palabra de Dios.
De entonces a acá ha pasado casi un cuarto de siglo y han cambiado muchas cosas pero no creo que todas lo hayan hecho a mejor. Una de ellas es precisamente la lectura continuada, fiel y personal de las Escrituras. En realidad, tengo a veces la sobrecogedora sensación de que la Biblia ha ido cediendo su lugar central en favor de otras opciones.
Contamos con mejores coros y mejores técnicas de alabanza (no sé si son más sinceras siempre, pero técnicamente suelen ser muy superiores); disponemos de ministros teóricamente mejor preparados en áreas como la psicología o la sociología pero que no parecen especialmente entusiasmados con sumergir a su congregación en un baño bíblico creciente y continuado; podemos discutir sobre enfoques políticos o contar los pormenores de la Operación Triunfo pero apenas citaríamos de memoria versículos en apoyo de las enseñanzas esenciales del cristianismo; hemos desarrollado un gusto profundo por lo espectacular y maravilloso pero lo hacemos pender de experiencias, relatos y testimonios en lugar de someterlo juiciosamente al contenido de la Biblia y nos hemos empeñado en aumentar el tamaño demográfico y físico de las congregaciones a la par que se ha reducido el tiempo y el número de personas dedicados al estudio de las Escrituras.
Sé que se trata de un fenómeno universal, que no está limitado a España pero, francamente, esa circunstancia, lejos de consolarme, me crea una mayor sensación de carga y pesar. Ignoro qué nos deparará el porvenir pero tengo una certeza, la de que si la Biblia no vuelve a ocupar el lugar que le corresponde en la vida de cada uno como individuo y de cada congregación como parte del cuerpo ese futuro sólo podrá ser oscuro y aciago por más que lo ilumine la falsa magia de los focos de televisión o se encuentre acompañado por la lista ininterrumpida de ceros de la prosperidad en la cuenta corriente.
César Vidal Manzanares